Cuando entramos a la sala, lo hacemos pasando sobre un colchón de hojas secas. El otoño está llegando a su fin, el invierno es inminente. La toma de conciencia está llegando a su fin, el asumirse tal cual uno es, es inminente.
Rita está en la sala de espera de un consultorio oftalmológico; la van a operar de cataratas. Y llega Blanca, es decir que llega la luz, pero la luz total, en todo su espectro; y ella, Blanca, la luz blanca, la presencia de todo el espectro cromático, no tiene ojos, tiene huecos, agujeros en cuyo fondo la niña besa las flores, los recuerdos echan raíces, sangra su deseo y está el sepulturero. Entonces los espectadores advertimos la metáfora: Rita, la que da y quita, ha decidido indagar en su propia persona y averiguar quién es. Es ella, la que da y quita, y también es Blanca, la conciencia omnisciente, esa que todos los seres humanos tenemos y que no nos permite mentirnos a nosotros mismos.
Blanca, la conciencia de Rita; Blanca, en cuyos ojos huecos (agujeros) Rita puede verse a sí misma desde la niñez hasta el momento final, cuando la espera el sepulturero; Blanca, la conciencia omnisciente de Rita es quien llega justamente al consultorio oftalmológico al que Rita ha ido "porque quiere ver".
Y en esa sala de espera se suceden innumerables peripecias que nos van permitiendo conocer a Rita: la devoción a la santa, su fe religiosa, el aborto, la soledad, el paso de los años, la decrepitud de la vejez.
Hasta aquí la obra de Laura Mannino, obra por cierto extremadamente densa y con una carga de desesperanza total, obra que no deja ninguna esperanza de salvación, de redención. Y esto llama, me llama poderosamente la atención considerando la juventud de la autora. Pero es tarea de la sociología estudiar las causas de esta desesperanza que he observado en otros trabajos que he visto este año.
Pero más allá del contenido, la obra en sí misma vale, y mucho, porque está muy bien escrita y su ilación se va dando de forma subliminal, lo que hace que los espectadores "entremos" a la historia sin darnos cuenta y formemos parte de la misma.
Las actuaciones de Daniela y Nancy son excelentes, y gracias a eso y a la alternancia rítmica que imprimió Martín desde la dirección, la atención de nosotros, los espectadores nunca decae. Daniela y Nancy pasan de la risa a la tragedia y nuevamente a la risa a un ritmo desopilante, e incluso en los momentos de silencios prolongados, con un gesto, un movimiento de mano o de pie, Daniela y Nancy establecen de un modo sublime y casi imperceptible la comunicación fáctica con el espectador.
A todos, dramaturga, actrices, director, asistente, músico y técnicos, gracias, muchas gracias por habernos ofrecido Umbral.
José Luis Bigi