SLAUGHTER, the killing of animals for food; the killing of a large number or persons: massacre, es decir matadero, faena, carnicería, masacre (con una sola 's' pero idéntico significado). ¿Y qué es este espectáculo teatral sino una verdadera carnicería, una total masacre, un verdadero ícono simbólico de este siglo XXI que estamos transitando desde hace 10 años?
El texto es meticuloso, preciso, pero tremendamente narrativo. Son monólogos ensamblados, pero monólogos al fin, lo que lo hace de difícil traslación a la escena. Porque, además, los monólogos en boca de uno son después puestos en boca de otro y siempre mantienen su significación: la soledad, la evasión (estás confundido, descansá y te vas a poner mejor, dice ella en la primera parte; estás confundida, descansá y te vas a poner mejor, dice él en la tercera) la violencia impuesta pero no querida y sin embargo vivida y ejercida, la uniformidad del mundo globalizado en el que todo se ha convertido en un shopping que me impide saber cómo regresar a mi hogar, cómo encontrar mis raíces, un mundo en el que los cordones, ajuste que permite que mi calzado calce bien para poder avanzar en la vida, se transforman también en símbol de camino a la muerte; así muere el hombre en el cuarto del hotel, ese hombre que, como el protagonista, caminaba solo por el parque buscando compañía, aunque ésta fuera únicamente ocasional y terminara con un sexo puramente pulsional; así termina la obra, con el protagonista empuñando los cordones de los zapatos de Lea pero que no dan muerte ni a Lea ni al atormentado protagonista pero que nos indica, a los espectadores, que el espectáculo ha terminado, que la muerte sigue presente: Lea, ¿dormida o muerta en el sillón?, y el protagonista, arrinconado y encogiéndose hasta adoptar una posición casi fetal con el cordón en la mano.
El texto de Sergio Blanco es realmente excelente, una inteligente sucesión de monólogos apenas entrelazados entre los tres personajes, pero con un entrelazado que le otorga la teatralidad que lo distancia de la narración.
La dirección y puesta de Emilio Díaz Abregú nos presenta tres momentos bien definidos: en el primero vemos una pareja discutiendo por lo cotidiano: ¿dónde pasaste la noche?, ¿por qué no me avisaste?, ¡te estuve esperando!, ¡no dormí en toda la noche!, ¡la comida es un asco!, (comida de delivery, no casera). La mujer, Lea, durmió en el sofá; el hombre pasó la noche afuera de casa y ahora, ya en su casa de 50 metros cuadrados y con ventanas herméticamente cerradas, se limita a ver por la ventana, a "espiar" el mundo, la vida; y este observar la vida, ser espectador de la vida se repite en Lea y en el soldado lo que nos permite afirmar que, en esta obra, autor-hacedor y director-actores-técnicos-constructores-mediadores, nos dicen que en este siglo XXI los seres humanos somos meros espectadores de la vida: respiramos aire ya respirado pero reciclado, nos movilizamos con emociones muy fuertes (el dolor, la muerte, el sexo), creemos que tenemos algo porque poseemos un papel que dice que 50 metros cuadrados son nuestros, pero nuestros hasta que, como ocurriera con el edificio de enfrente, alguien ponga una bomba y los 50 metros cuadrados desasparezcan. Somos inestables y contradictorios: maté a un hombre ahorcándolo con los cordones de sus zapatos en la primera parte; estás confundida, nunca maté a nadie en la tercera; ¿qué quiere de mí? Nada, no quiero nada (ya ni siquiera sabemos lo que queremos) en la segunda; por favor, abráceme, abráceme, ruega el soldado que, cumpliendo órdenes ha provocado una carnicería (slughter) pero que es incapaz de matar a un hombre con el que ha hablado.
La segunda parte empieza con el soldado espiando por la ventana, a través de la persiana veneciana (esto le confiere el verdeadero significado: no somos espectadores sino espías; a la realidad exterior la espío, sólo veo frontalmente lo que me da el televisor) y el hombre acostado en el sillón. Esta segunda parte es una verdadera exposición de violencia en diferentes manifestaciones: el soldado apunta al hombre (amenaza de muerte), le exige que lo huela (sometimiento), lo obliga a lamerle las botas (humillación) y le empuja la cabeza hasta que las narices del hombre se incrustan en los genitales del soldado (violación-vejación). El soldado cuenta verdaderas carnecerías realizadas siempre en nombre de una guerra limpia miráme las manos, ¿las tengo sucias acaso?, mirame las botas, ¿las tengo sucias acaso? Pero en ningún momento se plantea la limpieza ética o búsqueda del bien, como así tampoco la culpabilidad del soldado: las carnicerías cometidas (slaughter) han sido siempre concretadas en cumplimiento de una orden. Orden que el soldado ha obedecido porque esa es su misión, obedecer sin preguntar (¡El superior siempre tiene razón, y más aún cuando no la tiene! reza un dicho muy popular en las organizaciones piramidales como el ejército o la iglesia).El hombre pregunta una y más véces qué busca el soldado, y éste le responde siempre que no busca nada, que no quiere nada, que no desea hacerle ningún tipo de mal. El hombre llega a implorar que lo mate porque ya no soporta el sufrimiento, la humillación, la vejación, pero el soldado se limita a dejar el arma en el suelo. ¿Y por qué? ¿Porque quiere que los roles se inviertan? No, porque quiere, porque necesita ser abrazado, sentir el cuerpo del otro pero sentirlo a nivel emotivo, a nivel sinestésico, no a nivel de pulsión.(¿Usted quiere violarme?, pregunta el hombre. No, no, no..., responde el soldado). Y toda la violencia ejercida hasta ese momento se transforma en un abrazo fuerte hacia el hombre por parte del soldado, pero en un abrazo ambiguo, de brazos separados por parte del hombre hacia el soldado.
Y en la tercera parte los roles hombre-mujer se han invertido. Ahora es ella la que ha sido infiel, aunque asegura que esa relación ya ha terminado. Ahora es ella la que se siente mal y él el que aconseja descansar. Ahora la seguridad de los 50 metros cuadrados ha desaparecido porque el coche bomba estalló en el edificio ese, donde funciona un jardín; ¿te imaginás si hubiese sido en nuestro edificio?.
Y así, alternádose las formas de espiar el accidente, ya sea a través de la persiana veneciana que a través de la pantalla del televisor, con las escenas que se repiten (¡otra vez la escena del cochecito!) y respondiendo simultáneamente una encuesta sobre las bondades del auto que Lea ha comprado por decisión porpia (así dice ella, pero nosotros advertimos que ha sido por decisión de la propaganda), la obra se encamina hacia el final. Y es ahí donde ese misterioso frasco homeopático cobra vida: tiene el fármaco que duerme ¿o mata? a los protagonistas. Poco importa la muerte física porque la muerte ontológica hace ya mucho que la tienen.
Las luces empiezan a bajar muy lentamente y nosotros, los espectadores, empezamos a aplaudir, porque otro de los méritos que tiene esta obra es que nos dice, a quienes oficiamos de público, que ya está todo dicho, que no queda nada por agregar. ¡El final es evidente! Y por eso aplaudimos, y lo hacemos con ganas, ¡a pesar del contenido simbólico de lo que vimos!
Para terminar, tengo que agregar que Maximiliano, Ignacio y Alicia forman un trío que ejecuta perfectamente una hermosa sinfonía. Nadie sobresale, nadie se destaca, pero todos demuestran un nivel de excelencia que hace que nosotros, al abandonar la sala, digamos: "¡Qué suerte que Maximiliano, Ignacio, Alicia y Emilio son cordobeses".
José Luis Bigi