Si no hubiera sido por el programa, hubiera creído que, al ingresar a la sala, estaban dos actores haciendo trabajo de calentamiento-relajación y un técnico terminando su tarea. Pero no se trataba de una cosa ni de la otra; los tres actores ya estaban en personaje y actuando. Me gustó.
La obra en sí de Daniela Martín es, en apariencia, simple, lineal. Pero lo es solamente en apariencia porque ese jugar a hacer teatro en el teatro, ese mostrar un ensayo (pero un ensayo con público; el técnico, cuando atienen el celular y cruza la escena adelante del público, se agacha y nos pide perdón) a una semana del estreno con la terrible histeria quasi maricona de uno (Maximiliano Gallo) y el aplomo del otro que permanentemente interrumpe el monólogo del primero (Marcelo Arbach) y la indiferencia del técnico (Gonzalo Dreizik) contiene una verdadera crítica a los hacedores de teatro ya que permanentemente muestra, por una parte, el exhibicionismo casi enfermizo de ambos actores y el menosprecio por el trabajo de los demás (ambos actores minimizan los monólogos del otro como así también las sugerencias), y por otra parte, la importancia de ver teatro. ¿Cómo, si no, se explica que el técnico sea el único que, sin necesidad de leer el libreto, porque lo sabe de memoria de tanto oirlo, pronuncie a la perfección el monólogo?
Los actores, alternándose, van tratando de decir sus monólogos, monólogos que están constriudos de modo inteligente porque combinan la forma del clásico parlamento de la tragedia griega con la temática de la conquista de América por parte de Europa. En este caso concreto, Hernán Cortés invadiendo México. Y claramente esta invasión se convierte en encuentro porque tanto la civilización española de la época como la azteca, eran muy desarrolladas y quien invede se convierte a su vez en invadido y el invadido en invasor, porque el cruce de influencias es mutuo, es simétrico en ambas direcciones; más allá de lo que digan los textos de historia que estudiamos en el secundario.
Y mientras los actores tratan de buscar la forma de decir sus monólogos, aclarando que lo hacen con ropa como para pasar el momento, porque después va a ser otra, demostrando la necesidad de transformación que siente el actor, el técnico, con indiferencia, va de un lado a otro y hasta deja olvidado su celular en el lateral opuesto de la escena, lo que nos permite, como espectadores, reir y gozar de las posturas histéricas del actor cuasi marica porque el técnico debe cruzar la escena para atender. Y después, como si estuviera solo, hablar tranquilamente con quien está del otro lado del teléfono que, por el contenido de lo que dice y por el modo de hacerlo, parece ser la novia. Lo que, sin luqar a dudas, nos dice que más allá del tiempo que actores y técnicos están en el teatro, cuando cambian la escenografía para insertarse en el mundo real, los hacedores de teatro son simples mortales como el almacenero, el médico o la cajera del supermercado.
El juego se repite hasta que la tercera vez que suena el teléfono, el actor histérico cuasi marica lo agarra y, con el teléfono en la mano, adquiere un poder increíble sobre el técnico. Bellísima metáfora del poder y de la dependencia que tenemos los humanos en la actualidad de ese objeto tan minúsculo.
Y la obra sigue hasta que ambos actores advierten que necesitan de un tercer participante porque siendo sólo ellos dos no saben darle forma al espectáculo. Y esta es también una bellísima metáfora para declarar lo que la autora piensa del teatro: un equipo donde unos escriben, otros actúan y otros se encargan de la técnica. Y esta visión del teatro de Daniela Martín cobra valor simbólico porque es la idea que cierra el espectáculo, en oposición a la primera parte en la que cada uno de los actores quieren ser también escritores y directores y..., ¡no consiguen nada! (No estoy diciendo que Daniela sostenga que el que mucho abarca...., pero que las hay, ¡las hay!)
Este juego excelente desde lo textual hasta lo técnico y lo actoral es, fundamentalmente una declaración de principio de lo que, para Daniela, Marcelo, Gonzalo, Maximiliano, Rodrigo, José, Emilio y Laura, es el teatro. Y lo comparto plenamente. Y también comparto con ellos el haber encarado un tema tan profundo como es una definición estética del teatro a través del humor. Porque todos, sin excepción, durante la hora que dura el espectáculo, son verdaderas máquinas de hacer teatro y, con él, hacernos reir. Gracias.
Aprovecho la oportunidad para responder a algunos que me preguntaron por qué comento algunos espectáculos y otros no. Lo dije en la edición escrita del libro que presentara a fines del año pasado: Sólo comento aquellos espectáculos que me e-mocionan, que me con-mueven, que me gustan. A los otros no sé comentrlos.
José Luis Bigi
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