La primera vez que vi esta obra, el día del estreno, salí real y profundamente conmovido. Intuía que había vivido, en aproximadamente una hora y algo más, una gran metáfora, pero no lograba entender de que se trataba esta metáfora. Lo que sí supe inmediatamente es que Maximiliano Gallo es un verdadero creador, un cabal hombre de teatro (esta convicción me vino porque he visto sus anteriores trabajos, como actor, como director y como dramaturgo). Entonces me invadió una inmensa alegría y una gran esperanza; con hombres de teatro (y no uso el término teatrista porque es acotado, limitado, significa buen arreglador o constructor, con oficio, como el dentista, el gsista, el electricista, el pianista -un excelente ejecutante pero no necesariamente creador ya que a éste lo llamamos compositor- e incluso el artista, quien produce un objeto-hecho con arte, con oficio), repito, con hombres de teatro como Maximiliano Gallo, el teatro nunca morirá.
Y fui al teatro a ver Simulacro y fin una segunda y una tercera vez, y comprendí que la gran metáfora de este espectáculo (texto-puesta-actuación-técnica), presentado al mejor estilo realista decimonónico en lo que a actuaciones se refiere, no así en lo escenográfico, es el mundo del siglo XXI.
Nos enorgullecemos y henchimos nuestros pechos hablando de los avances de la tecnología, de la permanente comunicación vía e-mail, twitter, facebook, etc., pero en realidad estamos quizá viviendo la parte de la historia de la humanidad con mayor incomunicación, con mayor soledad, por lo menos de la historia conocida hasta el presente.
Y también se da una característica del siglo XXI, porque no es casual que en ese clima realista se sirva de modo manifiesto un pollo crudo, pollo que termina en el piso. Los delivery y las comidas chatarra son también un ícono de la desintegración de la familia.
En Simulacro y fin hay cinco personajes, cuatro físicamente presentes y uno ausente, el hijo muerto. ¡Cinco personajes y ningún protagonista! Y el conflicto es la necesidad de salvación individual (¡sálvese quien pueda!) a través de la negación del pasado. Y esa es una característica del presente siglo. A lo largo del siglo XX la juventud estudiaba en profundidad la historia social, política y artística con intención de modificarla; en el presente siglo, se omite, en general, ese conocimiento porque existe el convencimiento que "al pasado no se lo puede modificar, tengo que vivir el presente y eso significa que tengo que salvarme".
Las hijas, cada una a su manera, escapan de la realidad. Una a través del estudio de la psicología (¡Quiero entender a los hombres!, parece gritar); la otra con los quehaceres domésticos y soñando irse a vivir al cerro Uritorco (¡Quiero conocer la espiritualidad!, parece gritar); la madre recurriendo al recuerdo del hijo muerto -y paradógicamente olvida a las dos hijas- para convertirse en la misma esencia de lo femenino, el útero, la maternidad, el grito valiente y desgarrado que enarbolaron las Madres de Plaza de Mayo cuando pedían justicia, antes de politizarse a nivel partidario; el padre olvidando el pasado para olvidar la culpa que siente por la muerte del hijo. ¿Fue él verdaderamente el culpable del accidente automovilístico que le provocó la mjuerte al hijo por haberle sacado una fotografía y haberlo encandilado con el flash? Poco importa ya que aquí simb oliza, por oposición a la mujer-útero, al hombre que aprende a querer al hijo desde la concidencia (sé que tengo un hijo porque me lo dijeron) y desde lo cultural.
Esta metáfora del siglo XXI termina con la diáspora: las hijas abandonan la casa, el padre confiessa que abandona a la familia y la madre, con los despojos de su hijo que, paradógicamente están en una bolsas de residuos de consorcio, en su regazo y adoptando ella misma la posición fetal para dejarse porir, para irse.
La historia en sí misma de este espectáculo es de una crueldad inconmensurable, pero la excelente puesta y las excelentes actuaciones de Eva Bianco, Eduardo Rivetto, Analía Juan y Lucía Márquez, despojadas de histerias o exabruptos melodramáticos, hacen que uno tenga ganas, cuando abandona la sala, de recomendarle a los amigos para que asistan a ver Simulacro y fin .
José Luis Bigi
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