La sala, despojada de elementos salvo un escritorio largo con cuatro veladores y unas cuantas cajas, con libros, apiladas. Y sabemos que son libros pues tienen rótulos que indican "literatura inglesa", "literatura peruana", "literatura....". Y cuando los espectadores terminamos de acomodarnos, se abre una puerta doble al fondo de la escena por la que ingresan dos personajes extravagantes. Van al escritorio y ocupan, cada una, un extremo. Y empieza la acción propiamente dicha. Una, a nuestra izquierda, sacude libros viejos que despiden polvillos y, lógicamente, diminutos ácaros. La otra, a nuestra derecha, con barbijo y cofia de cirujano limpia y acomoda elementos de cirugía mientras, entre otras cosas, nos informa que su tarea es casi una alquimia, rescatar los libros del olvido, de la destrucciòn, de la desaparición.
Aliento de ácaros es un excelente ejercicio intelectual en el que se compara la existencia del libro, como objeto, con el ser humano. Hombres, mujeres y libros producimos placer, deseo de pertenencia, posesión y conservación ("hasta que la muerte nos separe"), pero libros, hombres y mujeres vamos transitando la vida útil y, lentamente, transrformándonos en polvo, en ácaros para terminar devorados por nuestros propios ácaros y terminar siendo polvo. Y esa es una de las excelentes metáforas de este espectáculo. Y las otras dos excelencias consisten en la desacralizaciòn de la lectura y del libro como objeto de culto, como así tambièn la caterva de intelectualismos que han inundado (y siguen haciéndolo) los teóricos de la literatura. El juego irónico de palabras con que se hace referencia a Barthes, Maiakovsky, Sartre, etc, y el hilarante juego con El banquete de Severo Arcángelo de Leopoldo Marechal (atinadìsimo, por otra parte, dadas las referencias que se hacen al inicio del espectáculo cuando una de las actrices le pregunta a alguien del público por su fecha de nacimiento y éste le responde 1984), ese banquete en el que estamos todos inmersos, Sarmiento con su dicotomìa civilización y barbarie, Hernández con su Martín Fierro, Martínez Estrada con su pampa, es una excelente metáfora que, esta co-producción de La Cochera con Balbuceandoteatro, nos regala a nosotros, los espectadores.
Otro mérito enorme de este trabajo teatral es la conclusión a la que llegan los integrantes actores oficiantes: el libro y su lectura sirven en tanto nos transmiten una vivencia, en tanto nos con-mocionan. Si no, no sirven. Y a esta conclusión ha llegado este grupo de oficiantes teatrales después de haber leído, ¡y mucho!, ¡muchísimo! y de haber reflexionado ¡mucho!, ¡muchìsimo! las lecturas realizadas.
El adecuadìsimo uso de la música (Nazareno Cruz y el Lobo, de Leonardo Favio) para remitirnos a la pampa que, aún ahora nos agobia y alimenta, así como la suavidad, la intimidad y la desacralización del clásico violín (lo ejecuta un muchacho muy joven, casi un adolescente que, para la intelectualidad adulta, "es un rockero al que nada le importa, porque así son los jóvenes de hoy") y la irrupción de una jovencita promocionando el libro electrónico, son acertadísimas metáforas de que así como con la aparición de la imprenta los intelectuales protestaron porque no le veían al libro objeto la capacidad ni la calidad humana de la transmisión oral, y esta nunca murió; así como los hacedores de teatro creyeron ver la muerte del teatro con la aparición del cine y la televisión, y el teatro nunca murió, así se lamentan hoy los intelectuales que le atribuyen cualidades humanas al libro objeto (se puede leer, avanzar y volver atrás cuantas veces se desee) en desmedro de la inhumanidad del libro electrónico. Y la jovencita, crecida en pleno siglo XXI con mente práctica y económica (y destinada la conducir los destinos del mundo durante los próximos años de este siglo), nos habla de la conveniencia del libro electrónico (no ocupa lugar, es más barato y, además, un solo soporte tiene miles de textos).
Para terminar, debo aclarar que, como siempre lo hago cuando vivo un momento con-movido, agradecí a los integrantes del grupo. Y me fui feliz, ignorando en ese momento que terminaría doblemente feliz la noche porque, del Teatro La Cochera fui a DocumentA/escénicA donde gocé realmente de Mediasnoches payasas.
José Luis Bigi
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